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Por Patricia Fernández Bieberach
Lo más probable es que, ante esta pregunta, nuestra respuesta inmediata sea sí, que hay emociones buenas y emociones malas… pero todo depende. Estaremos en lo cierto si nos centramos en las sensaciones que algunas nos producen; el miedo, la tristeza, la rabia y el asco que hemos experimentado, por ejemplo, nos han sumido en momentos que no querríamos repetir.
Sin embargo, no existen emociones buenas o malas en tanto todas son necesarias para la supervivencia.
Una emoción negativa es aquella que nos genera una sensación desagradable o un sentimiento negativo, pero que contribuye a nuestra seguridad. Un ejemplo conocido es el miedo que nos produce la oscuridad, ya que nos sentimos más vulnerables. Nos mantenemos a la defensiva porque podría aparecer algo o alguien peligroso; en este sentido, el miedo es una emoción positiva porque nos protege. Sin embargo, si el miedo se prolonga en el tiempo pasa a ser negativo.
Una emoción positiva es aquella que nos produce bienestar, apertura y conexión con los demás, así como una actitud más creativa. Mejora nuestra capacidad de adaptación, haciendo que enfrentemos mejor el estrés y los desafíos de la vida en general. La alegría, la esperanza, el amor y el orgullo, entre otras, son una muestra de ello. Sin embargo, no podríamos sentir placer si no conociéramos el displacer.
Las investigaciones en psicología evolutiva nos indican que los bebés ya tienen la capacidad de reconocer emociones positivas y negativas, informándonos que estas aparecen mucho antes que las palabras.
Entre los 2 y los 4 años, ya se pueden reconocer las emociones básicas; asimismo, ir diferenciando las respuestas que sus reacciones generan en el ambiente.
En los alumnos de enseñanza básica, el desarrollo de un pensamiento y un lenguaje más elaborado les permite denominar las emociones y establecer matices entre aquellas similares. Tal es el caso, por ejemplo, de la ira, la rabia, la frustración y la molestia, donde existen diferencias de grado. En la medida en que se vayan incorporando las reglas sociales y controlando la propia impulsividad, el comportamiento podrá ser más regulado.
Trataremos a las emociones negativas como positivas, siempre y cuando aporten a la supervivencia, no se vuelvan habituales y no lleguen a afectar la calidad de vida. Si un niño o niña siente miedo de un adulto con el que vive, es probable que desarrolle un comportamiento alterado y, en el caso de no poder expresar verbalmente su malestar, que este aparezca a través de una enfermedad psicosomática. Esto significa que, si el problema no se expresa de manera directa o visible (conductual, verbal, etc.) el organismo lo expresará de manera indirecta (alteraciones del sueño, enuresis, alopecia, etc.), ya que la tensión interna tiende a buscar una salida.
Uno de los desafíos más grandes de la crianza, radica en enseñar a los niños a reconocer las distintas emociones, a denominarlas y luego a manejarlas. La confianza, la empatía y los espacios compartidos serán nuestros mejores aliados. La angustia, los celos y la culpa, podrán aumentar en el aislamiento y encaminarse hacia una adolescencia mucho más complicada. Sentir envidia o vergüenza es normal, pero es bueno conversarlo.
Resulta difícil manejar las rabietas de un hijo o hija, si los padres no revisamos cómo gestionamos nuestra propia rabia. No es fácil aceptar la rabia a nivel social y preferimos evitarla o negarla. Tampoco es fácil tratar con un niño rabioso, pero es necesario conocer qué es lo que lo perturba y las posibles formas de remediarlo. Enfrentarse al nacimiento de un hermano, por ejemplo, es un tremendo desafío en la infancia porque implica una competencia (sea consciente o inconsciente); surge el miedo al abandono, la rabia hacia los padres, los celos y probablemente la culpa. Y qué difícil puede resultarles verbalizar todo esto.
Es doloroso escuchar: “Soy una niña mala” o “Mis papás se separaron por mi culpa”, pero lo bueno es que nos da la posibilidad de abordarlo. Todas las emociones son válidas y necesitan ser acogidas.
Crear espacios para conversar, para leer juntos y para jugar, es la mejor prevención e inversión a nivel familiar. Escuchemos lo que los niños y niñas nos dicen y atendamos también a aquello que no nos dicen.
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Emociones para contar de Pati Fernández y Tania Recio contiene varios microcuentos, en que los niños y niñas podrán reconocer las señales corporales propias de cada emoción y así expresarlas de manera más fluida. Cada relato ejemplifica una emoción y cómo los animales reaccionan ante ella, lo que moverá al lector a identificarse con situaciones personales. Alegría, tristeza, rabia, orgullo, paciencia son algunas de las emociones que se encuentran en este libro. Las llamativas ilustraciones de Tania Recio le aportan riqueza y fluidez a la lectura.
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