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Escrito por Patricia Fernández Bieberach
La búsqueda de otros niños con los que relacionarse constituye un verdadero imán, porque se reconocen a sí mismos y se comunican en un código especial. Incluso si hablan idiomas distintos no tardarán en encontrarse en un juego compartido.
Afortunadamente, ya casi no se publican noticias que nos informan sobre niños o niñas salvajes, que crecen solo en compañía de animales; infantes que se comunican solamente mediante gruñidos, quedando limitados de por vida por las carencias producto del aislamiento.
Sin embargo, en la época moderna existen otras formas de aislamiento forzado: aquellas provocadas por las guerras o por las pandemias. Y aunque los niños se recluyan en compañía de sus padres, nunca será lo mismo crecer en un ambiente rodeado de adultos. Sabemos los esfuerzos que tienen que hacer los padres de hijos únicos para que compartan con amigos de su edad.
Aun cuando el juego surge incluso en solitario, como una forma natural de exploración y aprendizaje, es en el contacto con los pares donde se afinan las habilidades sociales; la empatía y la tolerancia a la frustración son componentes esenciales de la inteligencia emocional, que nos preparan para una mejor adaptación a la vida adulta.
De esta manera, no bastará con que un niño o niña alcance un buen desarrollo cognitivo y se convierta en un as de los rompecabezas, por ejemplo, sino que será en el contacto con otros niños donde irá creando mundos mágicos, modulando sus impulsos y definiendo su identidad.
En este sentido, la asistencia al colegio marca la diferencia entre el acceso al conocimiento en casa y un medio donde aprender junto a otros niños. De hecho, hemos visto cómo ha cambiado la actitud de los alumnos desde de la última pandemia, percibiendo las clases en el aula de manera mucho más positiva; la falta de compañeros en el día a día ha llegado a ser vista, por la mayoría, como una limitación y aburrimiento.
La historia relatada en el libro Amigos de Balcón, surge desde la observación directa de varios niños que, durante la pandemia vieron restringidos sus espacios de juego; especialmente los de aquellas familias que habitan en edificios de departamentos.
En dichos casos, muchos descubrieron las ventajas de los balcones brindándoles una nueva perspectiva. Los vecinos que hasta ese momento no tenían cara ni nombre, pasaron a ser vistos como personas con necesidades propias y con los que poder compartir; los niños escucharon por primera vez las palabras: comunidad y solidaridad.
Y no solo eso, sino que también durante el encierro pudimos valorar cosas que nos parecían tan obvias, como la familia y el contacto con la naturaleza.
Muchos niños de las ciudades tuvieron el tiempo para observar desde lo alto el espacio aéreo, que antes constituía una parte más del paisaje cotidiano; los pájaros, los insectos, los globos, los volantines, los aviones y hasta los fenómenos naturales, como las nubes y el viento pasaron a ser protagonistas.
El tiempo obligado en casa también nos llevó a aprovechar los momentos de manera más creativa, dimensionando la importancia de los libros y el poder de la lectura para transportarnos con la imaginación.
Celebrar un cumpleaños en solitario puede resultar muy duro para quien anhela compartir su torta –como la niña de la historia-, pero siempre cabe la esperanza de que alguien lo descubra y le cante desde otro balcón.
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